22 junio 2014

VIAJE A TIERRA SANTA.



Gregorio Gómez C.


     Vamos a hablar de las cosas que hemos visto y sentido en Tierra Santa. Como todo hombre, humus, hablamos de una tierra teñida en sangre. En nuestro decir queremos mostrar la voz de lo divino que anida en las cosas haciendo de ellas deidad. Estábamos como en un sueño y hemos despertado al poder, al arrastre de la fuerza de la mirada de la naturaleza.  Un misterio  latía en torno a nosotros. Al admirarnos de Belén, Jerusalén, Cafarnaúm… son estas ciudades y sus habitantes quienes hablaban en nosotros mientras nos miraban. La actitud de nuestra mente era, en silencio, poner atención a la voz íntima de lo sagrado que  nos fundamenta  y, por ello, nuestra palabra está movida por el espíritu de verdad. No queremos ser dementes queriendo oír como nuestra la voz  del mundo. Lo sagrado está hablando, clamando,  en nuestra intimidad, en el abismo de nuestras entrañas, donde el hombre no puede encontrar el límite de su alma. Así pues, el hombre justo, el que hace justicia a las cosas y a las personas, es el que se entrega a la voz que clama y dice lo que es y no lo que a él se le ocurre. Nuestra palabra ha de ser cimiento del alma. Nuestra mirada se ha detenido en el siempre, en el tiempo como estabilidad y en su dar de sí, para verlo como siendo, en su eternidad. Somos tiempo.
     Belén, casa del pan, nos recibió como también en su día acogió al Mesías. «En cuanto a ti Belén, la más pequeña… de ti sacaré el que ha de ser soberano de Israel». María dio a luz a su primogénito en esta ciudad de David y lo acostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada. En la Basílica de la Natividad participamos en la procesión de la luz, pues la palabra se hizo vida y la vida era la luz, y como los pastores y reyes le adoramos  como hacen las personas que gozan de su amor. Dios es amor. Las mujeres malagueñas, en silencio, corazón de la palabra, como María guardaban todas estas cosas en su corazón.
     Jerusalén, casa de lo sagrado, está fundada como ciudad bien compacta, allí subimos con alegría porque íbamos a la casa del Señor. Pasar bajo sus puertas, de Damasco, Herodes, Jaffa, San Esteban o de los Leones… es quedar envueltos en un halo de misterio que guarda el secreto de  un lugar de convivencia compartido por árabes, judíos, cristianos y armenios. Sentíamos los aldabonazos en las puertas de nuestro corazón, lugar de lo sagrado, de aquellas palabras de Jesús a la samaritana: «Ha llegado ya la hora en que para dar culto al Padre, no tendréis que subir a este monte ni ir a Jerusalén… Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad». En el claro del corazón, templo, están unidas todas las religiones. En nuestro caminar, al dar una curva se alza ante nosotros el Muro de las Lamentaciones, símbolo de la Alianza perpetua de Dios con el pueblo de Israel. Pueblo que rompe con la verdad, emet, su pacto de amor. Mentimos si decimos que amamos a Dios y no amamos al prójimo, nos enseñaron desde pequeños. Porque el prójimo no es el de la tribu sino el amor que sufre y busca un dueño. La mayor libertad es tener un dueño, el amor. El amor no tiene puertas ni murallas. Muro de piedra, corazón de piedra. ¿Seguiremos esperando aquella promesa recogida por Ezequiel?: «Os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo; os arrancaré el corazón de piedra y os daré un corazón de carne». No nos engañemos, nuestro Dios es un Dios escondido como afirma el profeta Isaías, pero se esconde detrás del amor de madre que jamás se agotará. Se esconde en el hombre: dios humanamente. La persona es amor, un pensamiento de amor.
     En el Huerto de los Olivos se decidió la suerte del cristianismo. Hoy seguimos preguntándonos: «Cuál fue, Jesús, tu palabra? ¿Amor?, ¿Perdón? ¿Caridad? Todas tus palabras fueron una palabra: Velad». Se detuvieron entre los olivos y Jesús les dijo: Velad. Pero Él quedó abrazado al centro de su soledad y en su silencio. Solo en su lucha, en su agonía, aceptando del Padre el cáliz de su vida. Cristo en su inocencia y obediencia encierra toda la esencia de la vida. Se había dado en palabra y en alimento para ser consumido como los humanos necesitan. Y ahora pedía ser asistido en silencio, ser velado. Pero no se entregaron a él sino al sueño. Fe viva es entrega a la persona que te está amando, dando la vida por ti. Aquel que vela se enciende a sí mismo: una llama de amor viva  ardientemente hubiera enamorado del alma de los discípulos su más oscuro centro haciendo de ellos lámparas de fuego. El cristiano, hombre verdadero: dios siempre naciendo. Nadie quiere beber su cáliz y entonces se derrama y viene la confusión: no sé si es el mío; el mío, mi cáliz. ¿Pero tengo yo algún cáliz, mío para mí, de mí? ¿No será uno, uno para todos, del que me cae una sola gota, una gota sólo que no pasa, una gota de eternidad?
     En la Iglesia de la Agonía, en Getsemaní, molino de aceite, compartimos  la Eucaristia, acción de gracias, plenitud de la vida de un cristiano, con un grupo de peregrinos brasileños. Sentimos cómo la Iglesia no es sociedad sino comunión. Suplimos en esta misa la nostalgia, resorte de nuestro corazón, de no haber podido reactualizar en el Cenáculo la ofrenda de Jesús. Una vez más Israel propiciaba romper el pacto con Yahveh. Queríamos santificar a Israel y a los tiempos. Y allá en el claro de nuestro corazón temblaron las palabras de Cristo: Esto, mi carne; Esto mi sangre. El cuerpo y por otro lado su vida, la sangre. Surge una Nueva Alianza, una nueva promesa para el futuro, sellada con la sangre de un Mesías que sufre y muere, que se da como alimento, pan celestial o espiritual, alimento del alma. Yo soy el pan vivo.
     Recorrimos la Vía Dolorosa. Jesús es llevado a Caifás… Herodes, Pilatos. Ante este confiesa que Él es la Verdad. Cristo la Verdad del Padre, sacramento del encuentro del hombre con Dios. Las distintas estaciones, la ayuda del Cirineo, la Verónica, las caídas de Jesús, nos conducen al Calvario. El mal: no acompañar al Hombre en su vía crucis. Crucifixión, muerte en Cruz, Padre por qué me has abandonado, en tus manos encomiendo mi espíritu, exhalación de la vida. El velo del templo se rasgó y se abrieron los sepulcros. El Dios del amor desciende de la Cruz. Por ello, en nuestra oración el amor humano hace descender al Dios del amor. La esperanza del cristiano se ha cumplido: mover a Dios para que descienda y nos ame, para que siga resucitando en nosotros. La unidad del misterio de salvación se ha cumplido: nacimiento, muerte y resurrección de Jesús.
     En el río Jordán repetimos el rito del bautismo. El bautismo es la iniciación de la vida cristiana como reproducción de la muerte y resurrección de Cristo en cada uno de nosotros. Invocamos a la Trinidad expresamente. Para recibir este rito es menester tener fe y conversión. Es un baño de regeneración donde como personas nos incorporamos a Cristo como realidad viviente en unidad de amor, fe y esperanza.
     En el Monte de las Bienaventuranzas recordamos que somos hijos de un sueño de amor creador. Y es este amor el que otorga quietud de ánimo a los bienaventurados. Su vida nos alumbra, nos atrae por esa blancura del pensamiento. Su belleza es de espíritu, de justeza o armonía de su riqueza interior, de perfección en su presencia de silencio y palabra. Libertad de su ser dinámico impregnado de amor, de fragancia, de perfume y de anhelos. Amor que llena el vacío de su «no ser» con la riqueza de la soledad, desdicha, sed, injusticia. Son dichosos en su pobreza, mansedumbre, llanto, hambre, misericordia, blancura de corazón, paz y padecer. Vivir desde la verdad, eso es ser pobre.                                                                            

    



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